Cuando salí del Ejército estuve trabajando en Lima por seis meses y luego regresé a Iquitos para estudiar Ingeniería Química; todavía tenía toda la energía de mi formación militar y me levantaba temprano en la mañana para salir a correr y hacer gimnasia.
Los niños del barrio se dieron cuenta y vinieron a mi casa para pedirme que los entrenara en ejercicios físicos. Me pareció muy interesante su propuesta toda vez que se trataba de unos 20 niños entre seis y doce años de edad, varones y mujeres, así que acepté de inmediato pues entre ellos estaban mis cinco hermanos menores.
A las 5 de la mañana los despertaba a cada uno en su casa y nos íbamos al paso ligero a la zona de Ganso Azul donde estaban haciendo trabajos de construcción del colector y habían removido enormes cantidades de arena y se formaron colinas.
Llegábamos al frente de una colina donde hacíamos los ejercicios, luego de lo cual nos sentábamos al pie a contar historias, como descansar. Nuevamente una ronda de ejercicios y emprendíamos el regreso, cantando tonadas militares, hacia las 7 de la mañana.
Para despertarlos observaba la claridad del amanecer por el tragaluz de mi habitación y miraba mi reloj. Ya es la hora decía, y a despertarlos casa por casa.
Pero, una vez, se había malogrado mi reloj, así que cuando vi por el tragaluz la claridad me pareció que ya era la hora, me levanté y desperté a todos los niños. Nos fuimos al paso ligero en correcta formación y cuando miré al frente vi a un niño en lo alto de nuestra colina haciendo el dos.
Curioso sitio para hacer sus necesidades, pensé, porque uno siempre busca los lugares más discretos y escondidos para ese tipo de cuestiones. Miré a “mi tropa” para chequear la formación y al volver a mirar al frente no había nadie. No le di más importancia al asunto y seguimos con la rutina programada.
Cuando terminamos la primera ronda de ejercicios me senté al pie de la colina y los chicos frente a mí. De pronto Ronaldo dijo, apuntando con el dedo a lo alto de la colina:
- Miren ese chiquito, está haciendo el dos.
Volví la mirada y vimos en lo alto al chiquito a quien había visto antes, sentado en cuclillas. No se le veía la cara, solamente la posición defecatoria.
Ronaldo volvió a decir:
- Vamos a fregarlo.
Todos comenzamos a subir a la carrera y el chiquito, sin levantarse, se deslizó hacia atrás como si estuviera montado en un trineo y desapareció. Al llegar arriba no había nadie, vimos que atrás de la loma había huertas con cercos de palos bien amarrados y ningún espacio por dónde meterse, simplemente desapareció. Todos estábamos intrigados.
En ese momento sonó el reloj de la Iglesia Matriz dando la una. La una de la mañana. Y a lo lejos escuché nítidamente el silbido del maligno.
Pensé, de inmediato, que si los chicos se dan cuenta de lo que se trata se puede armar una desbandada y sería muy difícil reunirlos, así que comencé a dar las órdenes ya establecidas:
- Reunión, De frente paso ligero, Marchen. Cantando, uno, dos, tres, cuatro, cuatro, tres, dos, uno.
Al llegar a nuestro barrio fui a dejar a cada niño en su casa; y lo curioso es que en casa de ninguno se habían percatado de lo sucedido, aunque haya sido a una hora desacostumbrada.
Al día siguiente no salimos, pero a la noche los chicos vinieron a mi casa. Todos se habían dado cuenta y entendían lo que había ocurrido. Le pusieron de nombre El diablillo. Como consecuencia de la discusión ellos acordaron ir al día siguiente al lugar de entrenamiento haciendo bulla para hacer correr al “diablillo”.
Era cosa de ver a los niños con ollas, tapas de olla, tambores, pitos, cuanta cosa sirviera para hacer ruido. Recuperamos nuestra colina y jamás se volvió a saber de ningún demonio. Como dijeron los chicos:
- Diablillos a nosotros, ja.
Seguimos con nuestros ejercicios hasta terminar las vacaciones, pero eso sí, a la hora señalada.