La Selva Amazónica ha sido siempre la despensa de sus pobladores, proporcionándoles los alimentos que necesiten para su sustento; pero también la selva se vale de misteriosos recursos para ayudarlos a sobrevivir en su seno. Esto es precisamente lo que me propongo reatar en esta breve historia.
Hace mucho tiempo sucedió que Tomás Ramírez tenía su hogar en lo más intrincado de la selva. Allí vivía con su esposa Juana y sus pequeños hijos Julio y Rosa. Nunca les faltaba el natural sustento porque eran muy trabajadores y llevaban una vida tranquila. En suma, eran una familia feliz.
Más, un día, descubrieron Tomás y Juana que tenían lepra. Sabedores que este temible flagelo de la humanidad los llevaría pronto a la tumba, decidieron poner fin a la vida de sus niños para que no pudieran presenciar su terrible final.
Pero, ninguno de ellos se atrevía a empuñar el arma mortal; así, después de mucho cavilar, optaron por llevarlos a lo más profundo de la selva y abandonarlos allí para que las fieras se encarguen de eliminarlos.
Al amanecer Tomás llamó a los pequeños diciéndoles que irían a buscar miel de abejas en el monte y que estaba bien lejos el panal. Julio de 6 años y Rosita de 5, alegres se prepararon a partir. Julio cogió, por jugar, un puñado de piedrecillas y a medida que avanzaban iba dejándolas caer de uno en uno.
Llegado a un punto Tomás les dijo – Esperen aquí, yo iré a mirar un poco más allá.
Las inocentes criaturas se pusieron a jugar mientras esperaban el retorno de su padre. Ignoraban que Tomás, su padre, se había regresado a su casa dando un rodeo.
Luego de varias horas Rosita manifestó su inquietud y temor – Julito, papá no viene; tengo mucho miedo ¿Cómo vamos a regresar si no conocemos el camino?
- No te preocupes – Dijo el pequeño hombrecito – Yo te llevaré a la casa, he marcado el camino con mis piedritas. Seguramente papá se ha olvidado que le estábamos esperando y ha regresado sólo.
Y uniendo la acción a las palabras se puso a buscar las piedrecitas de colores y así, siguiendo estas rudimentarias señales pudieron regresar a su casa. Sus padres se sorprendieron al verlos llegar y ocultando su contrariedad los abrazaron aparentando alegría.
Julito les contó que se guiaron por las piedrecillas para poder regresar a la casa. Dispuestos más que nunca a cumplir la fatal decisión Tomás los llamó nuevamente al día siguiente para ir a buscar ubillas por otro sitio. Y, para evitar enojosas sorpresas, les dijo:
- No es necesario que lleven piedrecillas, el lugar a donde vamos queda bastante cerca.
No obstante, Julito cogió un buen trozo de pan al partir e iba arrojando migajas por el camino. Se repitió la misma escena pero esta vez no tuvieron miedo pues pensaban que encontrarían el camino por la señal de pan que habían dejado.
Al atardecer decidieron regresar, pero, oh dolor, los pajarillos se habían comido las migas de pan y no podían encontrar el camino para volver a su casa.
Pronto llegó la noche y, para evitar a las fieras, se subieron a un árbol. Al día siguiente continuaron la búsqueda del camino a casa pero, como no podían orientarse, se internaban cada vez más en la espesura de la selva.
Días tras días ellos continuaban buscando, llamando inútilmente a su madre. Pasaron los días, las semanas, y, perdidas ya las esperanzas, sus voces de llamado se convirtieron en tristes lamentos.
- ¡AYAYMAMA!, ¡AYAYMAMA!
Los Espíritus de la Selva, sus más secretos habitantes, se compadecieron de los niños y decidieron ayudarlos para que pudieran sobrevivir en su seno.
Sus frágiles cuerpecitos sufrieron asombrosas transformaciones. Sus brazos se convirtieron en alas y sus pies en garras, adquiriendo la forma de aves.
Un día remontaron vuelo desde entonces vagan por la selva lanzando al aire sus estridentes y desgarradores lamentos:
- ¡AYAYMAMA!, ¡AYAYMAMA!
Cuenta la leyenda que ellos aún siguen buscando a su madre sin saber que hace muchos años sus padres sucumbieron consumidos por la fatal enfermedad.
Amigo, si algún día vas por Curaray escucharás estos lamentos, Más no te asustes, son sólo dos niños que buscan a su madre.
- ¡AYAYMAMA!, ¡AYAYMAMA!