Cada cierto tiempo en casa revisamos nuestra ropa y determinamos cuál prenda ya no pensamos utilizar y lo ponemos en una bolsa grande para ir juntando y regalarlo a alguien que podría utilizarlo. También lo hacíamos con los zapatos y zapatillas.
Muchas de las prendas ya estaban pasadas de moda y no podíamos seguir llevándolas al trabajo o a las reuniones de sus colegios, pero estaban en buen estado.
La Municipalidad había contratado personal para barrer las calles y recoger basura menor. Todos los días me encontraba con una señora con el uniforme de trabajadora municipal y nos saludábamos con una sonrisa mientras ella barría y empujaba un cilindro con ruedas para recoger la basura.
En una oportunidad, mi amada esposa había ido para hacerse cargo de nuestra nieta Andrea y Charito se había llevado el carro a la universidad. Bajé la bolsa llena de prendas y lo puse en la cochera, estaba pensando entregárselo a la señora que barría la cuadra.
Abrí el postigo, la cochera estaba vacía y le señalé el bulto en el interior le dije a la trabajadora:
- Señora, en esa bolsa hay prendas de vestir que a lo mejor le pueden servir. Están en buen estado.
- Señor no puedo entrar. Estamos prohibidas de ingresar a las casas.
Sorprendido por su respuesta, recordé un pasaje del libro que en mi niñez leí: El Lazarillo de Tormes de autor anónimo:
“Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado. Y entró en una camareta que allí estaba, y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y, desde que hubo bebido, convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
- Señor, no bebo vino.
- Agua es —me respondió—. Bien puedes beber.
Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi congoja”.
(Por hacer del continente = Por dar buena imagen).
Miré hacia el final de la calle y apareció el “ropavejero”, personaje infaltable en la Lima de siempre, quién en un triciclo lleva artículos de plástico como bandejas, trapeadores, recogedores de basura, etc., los cuales intercambia por ropa usada u otros artefactos domésticos. Dije a la trabajadora señalando al ropavejero:
- A él le voy a regalar la bolsa.
En un santiamén la dama entró a la casa, chapó la bolsa y en menos que canta un gallo ya estaba afuera barriendo la vereda, con aire de satisfacción.
¡Cosas veredes, amigo Sancho, que harán temblar las paredes!
Frase atribuida a Don Quijote.