Los “pastores” en Iquitos debían estar ataviados de indios, principalmente la cabeza, tocada con una corona de plumas. Pitos de policía y tambores que se tocaban con una sola baqueta, utilizando el centro y los costados del tambor. Con una mano cogías el tambor y con la otra la baqueta para golpear rítmicamente el tambor.
Algunos tenían auténticos tambores indios, yaguas, witotos o jíbaros, con la caja de madera batida, piel curtida de animales de la selva que producían un sonido característico al ser golpeados por el artista.
El máximo orgullo era tener tu tambor bien templado y un sonido que semejaba a golpear una lata. Le decían “Tambor latita”, es decir, tenía un buen sonido.
Procurábamos conseguir los materiales para hacerlos pero lo máximo que conseguíamos eran latas de galletas importadas, de un diámetro más o menos importante. El segundo punto era igualmente importante: conseguir la piel curtida de algún animal de la selva, punto menos que imposible, habida cuenta que una piel de tigrillo se valorizaba en 10 mil dólares.
Pero algunos artesanos que confeccionaban artículos en pieles de animales, gorros, botas, correas, zapatos, carteras, etc., tenían pedazos que no podían utilizar y los botaban a la basura.
Fue mi vecino de la calle Sargento Lores, Eduardo, quien me orientó y me dijo para ir al basural, el botadero de la basura de la ciudad. Los camiones recolectores de basura descargaban en este lugar. Estábamos solos y pudimos revolver y encontramos sendos pedazos de cuero que nos resultaron útiles para nuestro propósito.
Muchos años después leería el cuento que Julio Ramón Ribeyro publicó en 1955, Los gallinazos sin plumas, pero nuestro basural no se asemejaba ni remotamente al muladar que describe el escritor.
Construimos bastidores con ramas de limón, flexibles y fáciles de armar. De manera que logramos confeccionar nuestro tambor propio, nuestro propio tambor latita. Logramos la admiración en el pastoral, principalmente de las chicas pastoras. Nos sentíamos orgullosos.
Participamos en el Pastoral de la familia Papa, en la calle Tambo, vecinos de la casa de Jorge Barreyro. También participaba Raúl Amaya, cuñado de Jorge. Terminadas las fiestas continuábamos asistiendo en una especie de cofradía. Ese año falleció Eduardo.
El año siguiente, ya viviendo en la calle Tacna, participé en el Pastoral de “La Gata”, solamente sé que se llamaba Belmira. Su casa quedaba en la calle Nanay, a la vuelta de la Putumayo. Fui por insistencia de mi compañero de colegio Gilberto Trauco. Pero a él lo aplazaron y repitió de año y su padre lo castigó prohibiéndole el Pastoral. Pero hice buenos amigos, el encargado de conducirlo era un Oficial de Mar, tenía un cuaderno donde estaban todas las canciones pero no nos dejaba cogerlo, era muy celoso, decía que era de su mamá. Pero sabía bastante. Luego de las fiestas seguimos asistiendo al pastoral para conversar y revivir los momentos más emocionantes de las actuaciones.
Algunos de los participantes venían de “El Hueco”, un barrio casi frente al Hospital Militar, bajando hacia el río. Muchas veces asistíamos al lugar para visitar a las chicas y para nadar en el río Itaya. Nos encantaba cruzar el río pues no era muy ancho y podíamos ir y volver sin cansarnos.
El Pastoral, una gran tradición que ya está desapareciendo pero formó parte importante de nuestra vida cuando fuimos muchachos.