Esta obra nos introduce en el realismo mágico de la autora, camino que ya habían seguido Vargas Llosa y García Márquez. Aquí la imaginación de Isabel Allende nos relaciona de manera brutal con el mundo del mestizaje y de las injusticias sociales que ocurren en nuestro mundo americano.
Para mí, La Casa de los Espíritus fue una lección de historia, de una historia que nos tocó de cerca, pues conocimos a muchos de sus personajes. Pero fue, en realidad una carta que ella escribió a su abuela Clara. Cuando se dio cuenta que en realidad había escrito una novela se lo informó tímidamente a su familia y fue su hija Paula quien decidió el nombre de la obra.
Paula es una carta que Isabel Allende escribe a su hija Paula para que cuando despierte del coma y no recuerde nada ni a nadie, se pueda enterar de lo acontecido. Paula nunca despertó del coma.
Esto no es un resumen sino una copia de los párrafos que me han importado y que pueden servir de guía a quienes aman este tipo de novelas.
EVA LUNA
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Procedieron a educarla sin buscar explicaciones sobre su origen y sin muchos aspavientos, seguros de que si la Divina Providencia la había conservado con vida hasta que ellos la encontraron, también velaría por su integridad física y espiritual, o en el peor de los casos se la llevaría al cielo junto a otros inocentes. Consuelo creció sin lugar fijo en la estricta jerarquía de la Misión. No era exactamente una sirvienta, no tenía el mismo rango que los indios de la escuela y cuando preguntó cuál de los curas era su papá, recibió un bofetón por insolente.
Pág. 10
Dios era una presencia totalitaria. Aparte de las monjas y un par de sirvientes, en el vasto edificio de adobe y tejas vivían sólo dieciséis muchachas, la mayoría huérfanas o abandonadas, que aprendían a usar zapatos, comer con tenedor y dominar algunos oficios domésticos elementales, para que más tarde se emplearan en humildes labores de servicio, pues no se suponía que tuvieran capacidad para otra cosa. Su aspecto distinguía a Consuelo entre las demás y las monjas, convencidas de que aquello no era casual sino más bien un signo de buena voluntad divina, se esmeraron en cultivar su fe en la esperanza de que decidiera tomar los hábitos y servir a la Iglesia, pero todos sus esfuerzos se estrellaron contra el rechazo instintivo de la chiquilla. Ella lo intentó con buena disposición, pero nunca logró aceptar ese dios tiránico que le predicaban las religiosas, prefería una deidad más alegre, maternal y compasiva.
- Esa es la Santísima Virgen María —le explicaron.
- ¿Ella es Dios?
- No, es la madre de Dios.
- Sí, pero ¿quién manda más en el cielo, Dios o su mamá?
- Calla, insensata, calla y reza. Pídele al Señor que te ilumine – le aconsejaban.
Pág. 15
Con el fallecimiento del anciano caudillo y el fin de aquella larga dictadura, el Profesor Jones estuvo a punto de embarcarse de vuelta a Europa, convencido – como muchas otras personas – de que el país se hundiría irremisiblemente en el caos. Por su parte, los Ministros de Estado, aterrados ante la posibilidad de un alzamiento popular, se reunieron a toda prisa y alguien propuso llamar al doctor, pensando que si el cadáver del Cid Campeador atado a su corcel pudo dar batalla a los moros, no había razón para que el del Presidente Vitalicio no siguiera gobernando embalsamado en su sillón de tirano. El sabio se presentó acompañado por Consuelo, quien le llevaba el maletín y observaba impasible las casas de techos rojos, los tranvías, los hombres con sombrero de pajilla y zapatos de dos colores, la singular mezcla de lujo y desparramo del Palacio.
- ¿Es cierto que usted puede conservar a los muertos, doctor? —preguntó un hombre grueso con unos bigotes similares a los del dictador.
- Mmm…
- Entonces le aconsejo que no lo haga, porque ahora me toca gobernar a mí, que soy su hermano, del mismo cuño y de la misma sangre —lo amenazó el otro mostrando un trabuco formidable metido en su cinturón.
El Ministro de la Guerra apareció en ese instante y tomando al científico por un brazo lo llevó aparte para hablarle a solas.
- No estará pensando embalsamarnos al Presidente…
- Mmm…
- Más le vale no meterse en esto, porque ahora me toca mandar a mí, que tengo al Ejército en un puño.
Desconcertado, el Profesor salió del Palacio seguido por Consuelo. Nunca supo quién ni por qué lo llamó. Se fue mascullando que no había forma de entender a estos pueblos tropicales y lo mejor sería regresar a su querida ciudad de origen, donde funcionaban las leyes de la lógica y de la urbanidad y de donde jamás debió salir.
Pág. 19
Respiró profundamente y con un último gemido sintió que algo se rompía en el centro de su cuerpo y una masa ajena se deslizaba entre sus muslos. Un tremendo alivio la conmovió hasta el alma. Allí estaba yo envuelta en una cuerda azul, que ella separó con cuidado de mi cuello, para ayudarme a vivir. En ese instante se abrió la puerta y entró la cocinera, quien al notar su ausencia adivinó lo que ocurría y acudió a socorrerla. La encontró desnuda conmigo recostada sobre su vientre, todavía unida a ella por un lazo palpitante.
- Mala cosa, es hembra – dijo la improvisada comadrona cuando hubo anudado y cortado el cordón umbilical y me tuvo en sus manos.
- Nació de pie, es signo de buena suerte – sonrió, mi madre apenas pudo hablar.
- Parece fuerte y es gritona. Si usted quiere, puedo ser la madrina.
- No he pensado bautizarla – replicó Consuelo pero al ver que la otra se persignaba escandalizada no quiso ofenderla. Está bien, un poco de agua bendita no le puede hacer mal y quién sabe si hasta sea de algún provecho. Se llamará Eva para que tenga ganas de vivir.
- ¿Qué apellido?
- Ninguno, el apellido no es importante.
- Los humanos necesitan apellido. Sólo los perros pueden andar por allí con el puro nombre.
- Su padre pertenecía a la tribu de los hijos de la luna. Que sea Eva Luna, entonces.
Pág. 20
Mi madre era una persona silenciosa, capaz de disimularse entre los muebles, de perderse en el dibujo de la alfombra, de no hacer el menor alboroto, como si no existiera; sin embargo, en la intimidad de la habitación que compartíamos se transformaba. Comenzaba a hablar del pasado o a narrar sus cuentos y el cuarto se llenaba de luz, desaparecían los muros para dar paso a increíbles paisajes, palacios abarrotados de objetos nunca vistos, países lejanos inventados por ella o sacados de la biblioteca del patrón; colocaba a mis pies todos los tesoros de Oriente, la luna y más allá, me reducía al tamaño de una hormiga para sentir el universo desde la pequeñez, me ponía alas para verlo desde el firmamento, me daba una cola de pez para conocer el fondo del mar. Cuando ella contaba, el mundo se poblaba de personajes, algunos de los cuales llegaron a ser tan familiares, que todavía hoy, tantos años después, puedo describir sus ropas y el tono de sus voces.
Pág. 21
Rara vez salíamos a la calle. Una de las pocas ocasiones en que lo hicimos fue para la procesión de la sequía, cuando hasta los ateos se dispusieron a rezar, porque fue un evento social, más que un acto de fe. Dicen que el país llevaba tres años sin una gota de lluvia, la tierra se partió en grietas sedientas; murió la vegetación, perecieron los animales con los morros enterrados en el polvo y los habitantes de los llanos caminaron hasta la costa para venderse como esclavos a cambio de agua. Ante el desastre nacional, el Obispo decidió sacar a la calle la imagen del Nazareno para implorar el fin de ese castigo divino y como era la última esperanza todos acudimos, ricos y pobres, viejos y jóvenes, creyentes y agnósticos.
- ¡Bárbaros, indios, negros salvajes! – escupió furioso el Profesor Jones cuando lo supo, pero no pudo evitar que sus sirvientes se vistieran con sus mejores ropas y fueran a la procesión.
La multitud con el Nazareno por delante partió de la Catedral, pero no alcanzó a llegar a la oficina de la Compañía de Agua Potable, porque a medio camino se desató un chaparrón incontenible.
Antes de cuarenta y ocho horas la ciudad estaba convertida en un lago, se taparon las alcantarillas, se anegaron los caminos, se inundaron las mansiones, el torrente se llevó los ranchos y en un pueblo de la costa llovieron peces.
- Milagro, milagro – clamaba el Obispo.
Nosotros coreábamos sin saber que la procesión se organizó después que el Meteorológico anunciara tifones y lluvias torrenciales en toda la zona del Caribe, como denunciaba Jones desde su sillón de hemipléjico.
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Este prodigio logró lo que no habían conseguido los frailes de la Misión ni las Hermanitas de la Caridad: mi madre se acercó a Dios porque lo visualizó sentado en su trono celestial burlándose suavemente de la humanidad y pensó que debía ser muy diferente al temible patriarca de los libros de religión. Tal vez una manifestación de su sentido del humor consistía en mantenernos confundidos, sin revelarnos jamás sus planes y propósitos. Cada vez que recordábamos el diluvio milagroso, nos moríamos de la risa.
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Para no asustarme, se murió sin miedo. Tal vez la astilla de pollo le desgarró algo fundamental y se desangró por dentro, no lo sé. Cuando comprendió que se le iba la vida, se encerró conmigo en nuestro cuarto del patio, para estar juntas hasta el final. Lentamente, para no apresurar la muerte, se lavó con agua y jabón para desprenderse del olor a almizcle que comenzaba a molestarla, peinó su larga trenza, se vistió con una enagua blanca que había cosido en las horas de la siesta y se acostó en el mismo jergón donde me concibió con un indio envenenado. Aunque no entendí en ese momento el significado de aquella ceremonia, la observé con tanta atención, que aún recuerdo cada uno de sus gestos.
- La muerte no existe, hija. La gente sólo se muere cuando la olvidan – me explicó mi madre poco antes de partir. Si puedes recordarme, siempre estaré contigo.
- Me acordaré de ti – le prometí.
- Ahora, anda a llamar a tu Madrina.
Fui a buscar a la cocinera, esa mulata grande que me ayudó a nacer y a su debido tiempo me llevó a la pila del bautismo.
- Cuídeme a la muchachita, comadre. A usted se la encargo – le pidió mi madre limpiándose discretamente el hilo de sangre que le corría por el mentón.
Luego me tomó de la mano y con los ojos me fue diciendo cuánto me quería, hasta que la mirada se le tornó de niebla y la vida se le desprendió sin ruido.
- Todo el mundo se muere, no es nada tan importante – dijo mi Madrina cortándole el cabello de tres tijeretazos, con la idea de venderlo más tarde en una tienda de pelucas. Vamos a sacarla de aquí antes de que el patrón la descubra y me haga llevarla al laboratorio.
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Me sonrió en el instante en que se extinguía el chispazo incierto del fósforo; después sentí que se inclinaba en la oscuridad, me cogía en sus gruesos brazos, me acomodaba en su regazo y empezaba a mecerme, arrullándome con un suave lamento africano para hacerme dormir.
- Si fueras hombre, irías a la escuela y después a estudiar para abogado y asegurar el pan de mi vejez. Los picapleitos son los que más ganan, saben enredar las cosas. A río revuelto, ganancia para ellos – decía mi Madrina.
Sostenía que es mejor ser varón porque hasta el más mísero tiene su propia mujer a quien mandar, y años más tarde llegué a la conclusión de que tal vez tenía razón, aunque todavía no logro imaginarme a mí misma dentro de un cuerpo masculino, con pelos en la cara, con la tentación de mandar y con algo incontrolable bajo el ombligo, que, para ser bien franca, no sabría muy bien donde colocar.