Es una continuación del relato anterior.
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La mulata pasó tres meses sin fumar ni beber para ahorrar unas monedas y el día señalado me compró un vestido de organza color fresa, puso un lazo en los cuatro pelos miserables que coronaban mi cabeza, me roció con su agua de rosas y me llevó en brazos a la iglesia. Tengo una foto de mi bautizo, me veo como un alegre paquete de cumpleaños. Como no le quedaba dinero, cambió el servicio por un aseo completo del templo, desde barrer los pisos hasta limpiar los ornamentos con creta y pasar cera a los bancos de madera. Así es como fui bautizada con toda pompa y ceremonia, como niña rica.
- De no ser por mí, todavía estarías mora. Los inocentes que mueren sin sacramento se van al limbo y de ahí no salen más – me recordaba siempre mi Madrina. Otra en mi lugar te habría vendido. Es fácil colocar a las muchachas de ojos claros, dicen que los gringos las compran y se las llevan a su país, pero yo le hice una promesa a tu madre y si no la cumplo me voy a cocinar en las cacerolas del infierno.
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La fe de mi pobre Madrina era inconmovible y ninguna desgracia posterior pudo abatirla. Hace poco, cuando vino por aquí el Papa, conseguí autorización para sacarla del sanatorio, porque habría sido una lástima que se perdiera al Pontífice con su hábito blanco y su cruz de oro, predicando sus convicciones indemostrables, en perfecto español o en dialecto de indios, según fuera la ocasión. Al verlo avanzar en su acuario de vidrio blindado por las calles recién pintadas, entre flores, vítores, banderines y guardaespaldas, mi Madrina, ya muy anciana, cayó de rodillas, persuadida de que el Profeta Elías andaba en viaje de turismo. Temí que la muchedumbre la aplastara y quise llevármela de allí, pero ella no se movió hasta que le compré un pelo del Papa como reliquia. En esos días mucha gente se volvió buena, algunos prometieron perdonar las deudas y no mencionar la lucha de clases o los anticonceptivos para no dar motivos de tristeza al Santo Padre, pero la verdad es que yo no me entusiasmé con el insigne visitante, porque no guardaba buenos recuerdos de la religión.
Un domingo de mi niñez la Madrina me llevó a la parroquia y me arrodilló en una cabina de madera con cortinas, yo tenía los dedos torpes y no podía cruzarlos como me había enseñado. A través de una rejilla me llegó un aliento fuerte, dime tus pecados, me ordenó y al punto se me olvidaron todos los que había inventado, no supe qué responder, apurada traté de pensar en alguno, aunque fuera venial, pero ni el más insignificante acudió a mi mente.
- ¿Te tocas el cuerpo con las manos?
- Sí…
- ¿A menudo, hija?
- Todos los días.
- ¡Todos los días! ¿Cuántas veces?
- No llevo la cuenta… muchas veces…
- ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios!
- No sabía, padre. ¿Y si me pongo guantes, también es pecado?
- ¡Guantes! ¡Pero qué dices, insensata! ¿Te burlas de mí?
- No, no… – murmuré aterrada, calculando que de todos modos sería bien difícil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes.
- Promete que no volverás a hacer eso. La pureza y la inocencia son las mejores virtudes de una niña. Rezarás quinientas Ave Marías de penitencia para que Dios te perdone.
- No puedo, padre – contesté porque sabía contar sólo hasta veinte.
- ¡Cómo que no puedes! – rugió el sacerdote y una lluvia de saliva atravesó el confesionario y me cayó encima.
Salí corriendo, pero la Madrina me cogió al vuelo y me retuvo por una oreja mientras hablaba con el cura sobre la conveniencia de ponerme a trabajar, antes que se me torciera aún más el carácter y se me acabara de ofuscar el alma.
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Después de la muerte de mi madre, llegó la hora del Profesor Jones. Murió de vejez, desilusionado del mundo y de su propia sabiduría, pero juraría que murió en paz. Ante la imposibilidad de embalsamarse a sí mismo y permanecer dignamente entre sus muebles ingleses y sus libros, dejó instrucciones en el testamento para que sus restos fueran enviados a su distante ciudad natal, porque no deseaba terminar en el cementerio local, cubierto de polvo ajeno, bajo un sol inclemente y en promiscuidad con vaya uno a saber qué clase de gentuza, como decía.
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Al desaparecer el patrón, el mundo donde yo había vivido se desmoronó. El pastor realizó el inventario de los bienes y dispuso de ellos, partiendo de la base de que el sabio había perdido el juicio en los últimos tiempos y no estaba en capacidad de tomar decisiones. Todo fue a parar a su iglesia, menos el puma del cual no quise despedirme, porque lo había cabalgado desde mi primera infancia y de tanto decirle al enfermo que se trataba de un perro terminé creyéndolo.
Cuando los cargadores intentaron colocarlo en el camión de la mudanza, armé una pataleta aparatosa, y al verme echar espuma por la boca y lanzar alaridos, el presbítero prefirió ceder. Supongo que tampoco el animal era de alguna utilidad para alguien, de modo que pude guardarlo.
El pastor despidió a los empleados y cerró la casa. Así fue como salí del lugar donde había nacido, cargando al puma por las patas de atrás, mientras mi Madrina lo llevaba por las delanteras.
- Ya estás crecida y no puedo mantenerte. Ahora vas a trabajar, para ganarte la vida y hacerte fuerte, como debe ser – dijo la Madrina. Yo tenía siete años.
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Se abrió la puerta y entró la dueña de la casa, una mujer pequeña, con un complejo peinado de rodetes y rizos acartonados, vestida de luto riguroso y con un relicario grande y dorado como una medalla de embajador colgado al cuello.
- Acércate para mirarte, me ordenó.
Pero yo estaba clavada al piso, no pude moverme y la Madrina tuvo que empujarme hacia delante para que la patrona me examinara: el cuero cabelludo por si tenía piojos, las uñas en busca de las líneas transversales propias de los epilépticos, los dientes, las orejas, la piel, la firmeza de brazos y piernas.
- ¿Tiene gusanos?
- No doña, está limpia por dentro y por fuera.
- Está flaca.
- Desde hace un tiempo le falla el apetito, pero no se preocupe, es animosa para el trabajo. Ella aprende fácil, tiene buen juicio.
- ¿Es llorona?
- No lloró ni cuando enterramos a su madre, que en paz descanse.
- Se quedará a prueba por un mes, determinó la patrona y salió sin despedirse.
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Después del primer mes a prueba, me explicaron que debía trabajar más, porque ahora ganaba un sueldo. Nunca lo vi, lo cobraba mi Madrina cada quince días.
Cuando la patrona me lavó la boca con bicarbonato para quitarme el hábito de mascullar entre dientes, dejé de hablar con mi madre en voz alta pero seguí haciéndolo en secreto. Había mucho que hacer, esa casa parecía una maldita carabela encallada, a pesar de la escoba y el cepillo, nunca se terminaba de limpiar esa floración imprecisa que avanzaba por los muros. La comida no era variada ni abundante, pero Elvira escondía las sobras de los amos y me las daba al desayuno, porque había escuchado por la radio que es bueno empezar la jornada con el estómago repleto – para que te aproveche en los sesos y algún día seas instruida, pajarito – me decía.
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Durante la siesta, cuando el silencio y la quietud se adueñaban de la casa, yo abandonaba mis tareas para ir al comedor, donde colgaba un gran cuadro de marco dorado, ventana abierta a un horizonte marino, olas, rocas, cielo brumoso y gaviotas.
Me quedaba de pie, con las manos en la espalda y los ojos clavados en ese irresistible paisaje de agua, la cabeza perdida en viajes infinitos, en sirenas, delfines y mantarrayas que alguna vez surgieron de la fantasía de mi madre o de los libros del Profesor Jones. Entre tantos cuentos que ella me contó, yo prefería aquellos donde figuraba el mar, porque me incitaban a soñar con islas remotas, vastas ciudades sumergidas, caminos oceánicos para la navegación de los peces. Estoy segura de que tenemos un antepasado marinero, sugería mi madre cada vez que yo le pedía otra de esas historias y así nació por fin la leyenda del abuelo holandés. Ante ese cuadro, y o recuperaba la emoción de antaño, cuando me instalaba junto a ella para oírla hablar o cuando la acompañaba en los trajines de la casa, siempre cerca para oler su aroma tenue de trapo, lejía y almidón.
- ¡Qué haces aquí! – me zarandeaba la patrona si me descubría. ¿No tienes nada que hacer? ¡Este cuadro no es para ti!
Me acuerdo muy bien, era un día lluvioso, había un olor raro, a melones podridos, orines de los gatos y un vaho caliente que venía de la calle, un olor que llenaba la casa, tan fuerte que se podía agarrar con los dedos. Yo estaba en el comedor viajando por mar. No escuché los pasos de mi patrona y al sentir su garra en el cuello, la sorpresa me devolvió de muy lejos en un instante, paralizándome en la incertidumbre de no saber dónde me encontraba.
- ¿Otra vez aquí? ¡Anda a hacer tu trabajo! ¿Para qué crees que te pago?
- Ya terminé, doñita…
La patrona tomó el jarrón del aparador y le dio vuelta desparramando al suelo el agua sucia y las flores ya marchitas.
Desaparecieron el mar, las rocas envueltas en bruma, la roja trenza de mis nostalgias, los muebles del comedor y sólo vi aquellas flores sobre las baldosas, inflándose, moviéndose, cobrando vida, y esa mujer con su torre de rizos y el medallón al cuello. Un no monumental me creció por dentro, ahogándome, lo sentí brotar en un grito profundo y lo vi estrellarse contra el rostro empolvado de la patrona. No me dolió su bofetón en la mejilla, porque mucho antes la rabia me había ocupado por completo y ya llevaba el impulso de saltarle encima, lanzarla al suelo, arañarle la cara, agarrarla del cabello y tirar con todas mis fuerzas. Y entonces cedió el rodete, se desmoronaron los rizos, se desprendió el moño y toda esa masa de cabellos ásperos quedó en mis manos como un zorrillo agonizante.
Aterrorizada, comprendí que le había arrancado el cuero cabelludo. Salí disparada, crucé la casa, atravesé el jardín sin saber dónde ponía los pies y me lancé a la calle. En pocos instantes la lluvia tibia del verano me empapó, y cuando me vi toda mojada me detuve. Me sacudí de las manos el peludo trofeo y lo dejé caer al borde de la acera, donde el agua de la alcantarilla lo arrastró navegando con la basura. Me quedé varios minutos observando ese naufragio de pelos que se iba tristemente sin rumbo, convencida de que había llegado al límite de mi destino, segura de que no tendría donde esconderme después del crimen cometido. Dejé atrás las calles del vecindario, pasé el sitio del mercado de los jueves, abandoné la zona residencial de las casas cerradas a la hora de la siesta y seguí caminando.
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Me senté al borde de la pileta a mirar los peces de colores y los nenúfares agobiados por el clima.
- ¿Qué te pasa? – Era un muchacho de ojos oscuros, vestido con un pantalón de dril y una camisa muy grande para él.
- Me van a meter presa.
- ¿Cuántos años tienes?
- Nueve, más o menos.
- Entonces no tienes derecho a ir a la cárcel. Eres menor de edad.
- Le arranqué el pellejo de la cabeza a mi patrona.
- ¿Cómo?
- De un tirón.
Se instaló a mi lado observándome de reojo y escarbándose la mugre de las uñas con un cortaplumas.
- Me llamo Huberto Naranjo, ¿y tú?
- Eva Luna. ¿Quieres ser mi amigo?
- Yo no ando con mujeres.
Pero se quedó y hasta tarde estuvimos mostrándonos cicatrices, intercambiando confidencias, conociéndonos, iniciando así la larga relación que nos conduciría después por los caminos de la amistad y el amor.