Cuenta la tradición en nuestra maravillosa Selva amazónica que cuando el hombre que pretende a una chica no es del agrado de sus padres, se huyen, es decir se escapan y se van a vivir su vida en otro lugar.
No es del agrado de los padres, posiblemente porque la chica es demasiado joven o, tal vez, porque el hombre es conocido por borracho y pendenciero o, quien sabe, no parece tener los recursos apropiados para el sostenimiento de una familia.
Cualquiera que sea el caso, la noticia cunde por todos lados: LA ROSA SE HA HUIDO CON EL JUAN. Y es la “comidilla” del momento, con sus más y sus menos.
Generalmente es el inicio de una nueva familia y después de algunos años la pareja regresa con sus vástagos a presentar sus respetos a la familia y a pedir su bendición. Es lo normal.
Mi mamá me contó que en cierta ocasión una joven se huyó con su galán y esto parece que no fue del agrado de la mamá, pero lo que resultó el colmo fue que a los tres días el hombre se presentó en la casa de los padres para decir que se había huido con la niña para formar una nueva familia y venía para que le entreguen su ropa.
Con toda frialdad la mamá le retrucó “¿Has venido a llevar la ropa de mi hija? Está bien, entonces voy a traer su ropa”.
Hizo cerrar la puerta con tranca y cogiendo un bastón le dio una soberana paliza al idiota, hasta cansarse, y finalmente lo echó de la casa no sin antes decirle:
- Esta es la ropa de mi hija. No te atrevas a volver por aquí jamás.
También era normal que una dama ya de edad tuviera una pareja joven que cambiaba cada cierto tiempo, supongo según su rendimiento, pero la dama lo mantenía. Una manera fácil de vivir a lo grande sin trabajar.
Doña Antonia era una amiga de nuestra familia y vivía en la cuadra tres de la calle Napo. Con mi hermano Raúl nos gustaba ir a visitarla cada domingo después de Misa porque tenía una huerta grande llena de árboles frutales. Comentábamos entre nosotros que cada cierto tiempo había un joven diferente en la casa. Mi mamá nos dijo que eran sus maridos que los cambia cada cierto tiempo.
Un día que fuimos a visitar a mi hermano Enrique, nos dijo, porque es muy dado a los chistes:
- Les voy a presentar a mi suegro número cuarenta y uno, ahorita sale.
- ¿Numeras siempre a tus suegros?
- Cuarenta y uno solamente desde que me casé con Vivian. De antes no sé.
Pero la dama de la tercera edad que se lleva las palmas es doña Apolonia. Vivía en una casa balsa en la ribera del Amazonas, en la bajada de nuestra casa, y la balsa era atracadero y guardianía de canoas y motores fuera de borda, con lo cual obtenía buenas ganancias. Tenía ya hijas adultas y casadas, pero vivía con ella su hija menor, Ana de 15 años de edad. La señora también cambiaba cada cierto tiempo de galán joven.
Una tarde que había salido a la calle, al regresar encontró en la cama a su hija con su marido. De inmediato llamó a la policía y lo metió en la cárcel.
Contaban en el barrio que Ana iba a visitarlo en la cárcel y lloraban juntos. Los días domingo el ingreso a la cárcel era libre porque era un gran bazar donde vendían los trabajos que hacían los presos en madera y con ello se sostenían.
Apenas salió de la cárcel huyó con Ana y nunca más se supo de ellos. Decían que él era de otro pueblo pero que nunca le dijo a doña Apolonia de donde era, de modo que no los pudo buscar. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
Realmente son cosas de nuestra Selva.
