“La seguridad industrial es el conjunto de normas y actividades encaminadas a prevenir y limitar los posibles riesgos en una industria. Tiene por objetivo la prevención que se ocupa de dar seguridad o directrices generales para el manejo o la gestión de riesgos en el sistema.
Las instalaciones industriales incluyen una gran variedad de operaciones que tienen peligros inherentes que requieren un manejo muy cuidadoso. Se trata, en consecuencia, de adoptar, cumplir y hacer cumplir una serie de normas de seguridad y medidas preventivas que permitan desarrollar el trabajo de manera efectiva y sin perjuicios”.
Fuente: Wikipedia La enciclopedia libre.
Cuando me tocó trabajar en La Oroya, centro metalúrgico de la empresa norteamericana Cerro de Pasco Corp., observé con curiosidad la gran importancia que se daba en la empresa al tema de la Seguridad Industrial. La Oroya está ubicada en la Sierra del Centro del Perú, en la Carretera Central, a 3,750 msnm.
El Ingeniero Arakaki nos dijo en el primer día de entrenamiento:
- Yo soy Ingeniero Químico y soy Ingeniero de Seguridad en La Oroya. La Oroya es un Centro Metalúrgico, aquí no hay minas ni concentradoras, solamente Plantas Metalúrgicas. De acuerdo a las leyes, en el Perú el Ingeniero de Seguridad debe ser un Ingeniero de Minas, pero aquí en La Oroya un Ingeniero de Minas estaría perdido. Mediante un convenio entre la Cerro y el Gobierno se ha llegado a un acuerdo: En La Oroya el Ingeniero de Seguridad es un Ingeniero Químico.
Cada mes recibíamos Charlas de Seguridad Industrial que nos daban los Ingenieros de Seguridad; y cada semana nosotros teníamos que dar Charlas sobre Seguridad Industrial al personal de nuestra Planta, obreros y empleados.
Para ello contábamos con el Manual de Seguridad Industrial de la Cerro de Pasco Corp., un libraco de más de 500 páginas: escogíamos un tema y sobre ello creábamos una charla, tratando de enfatizar los peligros a que estábamos expuestos si no observábamos el reglamento.
Me gustaba insistir en el tema de que la seguridad no solamente se debe cumplir en el trabajo sino también en todas las acciones en nuestros hogares o en el juego.
Salud Ocupacional revisaba nuestra salud y antes de salir de vacaciones debíamos pasar por el Hospital del Chúlec para la prueba del plomo. Si estabas “emplomado” no podías salir de vacaciones: te internaban hasta que te “sacaban” todo el plomo de la sangre con Versenate de Calcio que te inyectaban en la vena. Nunca me emplomé.
Nos enseñaban a levantar pesos con las piernas no con la columna. Eran insistentes con este tema y yo era el más entusiasta de su divulgación y aplicación. Repetía hasta el cansancio en todas las charlas que les daba de la necesidad de hacer todas las cosas en nuestra vida con acuerdo a las normas de seguridad.
Dos veces hice caso omiso a mis propias reglas y las dos veces “pagué”. Pagué un precio muy alto.
Cuando llevé a mi pequeña hija Luisa al Hospital del Niño porque no podía respirar por el asma, la sostenía en mis brazos. Delante de la camilla del hospital estaba un tacho de basura. Podía haberlo pateado para alejarlo pero en vez de eso estiré los brazos para depositar a mi pequeña en la camilla y escuché un “cric” en mi columna y ya entonces no podía caminar. Se había zafado un disco intervertebral y presionaba la médula espinal.
Cuando se recuperó mi hija regresamos a nuestra casa y yo apenas podía subir las escaleras hasta el Segundo Piso. Mi amada esposa Maria Judith cargó a la pequeña.
Una vez que llegamos a la casa y que hubimos arropado a la bebé, mi esposa me hizo echar en la cama bocabajo y se montó sobre mí y comenzó a sobar mi columna, desde abajo hacia arriba, hasta que escuchamos nuevamente el “cric” en mi columna. El disco se había colocado nuevamente en su posición y ya pude caminar. Nunca debí despegar el cuerpo de mi hija de mi pecho. Por desobedecer mis propias reglas sufrí ese percance. Y gracias a la acción de mi esposa pude volver a caminar. ¿Cómo no amar a esta mujer?
La segunda vez fue muchos años después, ya jubilado. Vestido y dispuesto para asear a mi esposa, postrada en cama por el Alzheimer, fui al baño. El balde con el agua tibia estaba pegado a la pared. Pude haberme puesto en cuclillas para jalar el balde, pude, en fin, haber pisado la poza de la ducha para coger el balde, pero en cambio estiré mi cuerpo desde fuera de la poza y mis dos pies resbalaron con lo que me di un fuerte golpe en la cabeza contra la pared, mi pierna izquierda sufrió un corte de 6 centímetros en el murito de la ducha, mi ceja izquierda un corte de 2 centímetros y la piel de mi nariz se rebanó. Chorreaba la sangre profusamente de la ceja, la nariz y la pierna, que los bomberos lograron contener y en el Hospital Rebagliati me atendieron de emergencia: cuatro puntos en la ceja, seis puntos en la pierna izquierda y un parche especial en la nariz.
Por segunda vez hice caso omiso de mis propias reglas de seguridad y pagué el precio.
No obstante, algunos años antes de este último episodio llevamos a nuestra hija Claudia al Hospital Santa Rosa. Mientras estaba en reposo nuestra hija salí a observar y vi que un señor mayor traía en una silla de ruedas a su esposa anciana. La anciana se había caído al suelo y ninguno de los “trabajadores” del hospital se movió. No les importó el drama de los ancianos: el señor anciano trataba de recoger a su esposa desmayada, con coma diabético me dijo. Me acerqué y le dije:
- Señor, yo sé levantar. Usted sostenga fuertemente la silla de ruedas.
- Ya señor. Gracias.
Recordé las reglas: levante con las piernas no con la columna. Levanté a la señora y la senté en la silla de ruedas y el señor anciano pudo llevar a su esposa al interior del hospital donde recibirían atención. ¿Y los «trabajadores” del hospital? ¿No tienen familiares ancianos? ¿No tienen vergüenza de trabajar en un hospital y no hacer nada por los demás?
Son nada más que unos infelices que no tienen idea de la suerte que les tocó tener empleo, pero que no parecen entender que el empleo conlleva obligaciones no solamente el derecho a recibir su paga, sino , principalmente la obligación de trabajar.