Mi más temprano recuerdo acerca de la muerte es el fallecimiento de mi hermanita Wilma a los dos años de edad. Tenía yo 4 años y era todo como una fiesta, venían “carros de lujo”. Que nos llenaba de emoción.
En Iquitos se denominaban carros de lujo a los taxis nuevos, brillantes, de color negro, que se les utilizaba para matrimonios y entierros. Su precio era mucho mayor, pero eran necesarios para estas circunstancias.
A esa edad no se tiene mucho sentido de la desaparición de la persona por fallecimiento, al menos, no todos.
Tenía 8 años cuando al volver del colegio encontré a mi mamá llorando en la cama. Tenía en la mano el periódico de Lima “Última Hora”, donde se narraba escuetamente que en El Callao el marido había asesinado a la hermana de mi mamá, la tía Hilda. Fue la única vez que vi llorar a mi mamá. No solo por el fallecimiento de su hermana menor sino por la impotencia que nos señala la pobreza al no poder viajar a Lima para acompañar a su mamá, mi abuelita Luisa Chávez.
Cuando era adolescente falleció el Alcalde de la Provincia de Maynas, Paco García, cuando manejando su Jeep a toda velocidad por la calle Tacna se estrelló contra un poste de luz eléctrica en el cruce con la calle Sargento Lores, en Iquitos. Todo el pueblo estaba conmocionado, lo velaron en el Salón de Actos de la Municipalidad. Escuché comentarios que luego le conté a mi mamá:
- Dicen que su esposa está enferma de nervios, que está muy mal.
- Qué no va a estar mal. Si cuando murió mi hijita casi me vuelvo loca.
Una cuestión de la que no guardaba yo ningún recuerdo. Seguramente que es por eso que dicen que el hombre adquiere uso de razón recién a los 7 años.
Cuando fui adulto comprendí que si no vas a las fiestas y a los velatorios familiares, cuando mueras no habrá nadie para cargar tu ataúd.
Me pasó, cuando falleció la mamá de mi comadre. A la hora del entierro solamente estábamos 4 hombres y tuvimos que cargar el ataúd 4 cuadras en el interior del Cementerio El Ángel. Debimos hacer dos paradas para descansar poniendo el ataúd sobre bancos de cemento que hay en el camino.
Se lo comenté a un compañero de trabajo, Murjhan, y él me dijo que cuando falleció su abuelo, todo Surquillo estuvo en el velatorio: él sí iba a fiestas y velatorios – sentenció.
Te pasas la vida amando a tus hermanos y a tus padres, pero nunca se lo dices. En tu concepto ellos “saben” que los amas, pero si no se lo dices ahora, después te vas a lamentar toda tu vida.
Mi mamá falleció en mis brazos cuando la llevábamos al Hospital Iquitos. Durante todo el velorio yo andaba haciendo labores, compras, vistiendo de luto a mi padre y a mis hermanos, todos menores que yo, hacía cualquier cosa, hasta que la señora Aurora Valdivia, amiga de la familia y madrina de mi hermana Mary Wilma, me llamó la atención:
- Jorge, ponte ya a velar a tu madre.
Necesitaba ese sacudón porque estaba como zombi. Prefería hacer algo para no pensar en la muerte: que mi madre estaba muerta. Que la amaba mucho y nunca se lo había dicho.
Dos días después al regresar de la calle a las 11 de la noche, me eché en mi cama, con las manos cruzadas detrás de mi cabeza, estoy seguro que no era duermevela, cuando mi madre vino a mi cama, abrió el mosquitero y se quedó mirándome. Traté de asirla pero ella se fue por el pasillo hacia la huerta, el lugar donde se pierden los espíritus.
Cuando traté de agarrarla grité llamándola:
- ¡Mamá!
Debo haber gritado muy fuerte porque todos se levantaron y vinieron a verme. Mi padre me abrazó y me puse a llorar bien fuerte. Fue la única vez que lloré cuando se fue mi mamá.
Muchos años después, estando viviendo en Lima me avisaron que mi padre había fallecido en Iquitos. Bueno, ya tenía 92 años me dije, ya debía descansar.
Si bien durante todo el velorio estuve tranquilo porque mi padre ya había vivido bastante y habíamos tenido interminables charlas, pero sobre todo que él siempre supo que lo amaba. Pero al comenzar a retirar las piezas del catafalco y debíamos partir al camposanto, me puse a llorar ante el ataúd, de manera inconsolable diciendo una y otra vez:
- ¡No basta, no basta!
Nadie, ni mi esposa, me comprendían lo que decía ni por qué. Dentro de mí gritaba la razón:
No basta amarle, debía decirle cuando estaba vivo. Debí decirle cuanto lo amaba debí decirle todos los días de mi vida. Yo que siempre lo amé asumí que él lo sabía. Pero no basta que lo sepa. Tenía que habérselo dicho y no lo hice; y por eso lloraba inconsolable.
La última vez que besé la frente de mi hermana menor, Mónica, la menor de todos, estaba fría. Parecía de hielo y no saben lo que duele eso.
La cuidé desde que nació, la tomé a mi cargo no porque mi mamá no estaba. Sí estaba mi mamá, pero la cuidé porque me encariñé con ella y la cuidaba todo el tiempo. Pero pude hacer mucho más, como por ejemplo decirle cuanto la quería y estaba orgulloso de sus logros. Pude decirle todos los días que la quería mucho y podía haber hecho mucho más de lo que hice para que se sintiera mejor. Vino de Iquitos derivada al Hospital Rebagliati. Le sacaron un riñón y le comenzaron a dializar hasta que le hicieron un trasplante de riñón. El riñón le duró dos años y nuevamente a dializar. Y allí se quedó.
Cuando me llamaron del hospital la encontré muerta en su cama. Había fallecido durante la diálisis. Sentí mucha pena y un gran dolor. Era mi obligación cuidarla.
Besé su frente y estaba fría. Duele por Dios y duele mucho. Cuando llegaron mis tres hijas las abracé y lloré, no solo por su partida temprana sino porque nunca le dije con cariño “Te amo”. Siempre fui el hermano “mayor”, el responsable, el autoritario, y nunca el hermano cariñoso que ama.
Teníamos una entrañable amistad con Alicia Amaya Córdova y sus hijos Rafael y Alicita. Desarrolló un terrible cáncer a los pulmones que acabaron con ella. Siempre estuvimos con ella. Falleció tempranamente. Sus hijos nos dicen tíos porque nos sienten de la familia.
La muerte te enseña a amar. A mi esposa le digo «te amo» todos los días, y aún ahora que ella está más allá del entendimiento sigo diciéndole «te amo, bebita» y nunca me cansaré de decirlo.
Si tienes a tu madre postrada en cama, no pierdas la oportunidad de decirle con una sonrisa en el rostro que la amas. Besa su frente ahora que aún está caliente.
¿Qué no te entiende? Qué importa, tú entiendes. ¿Qué no te escucha? Qué importa, tú escuchas. ¿Qué no lo sabe? Qué importa, tú sabes.
Dice el padre Juan Cuña Calavia, autor de “Orando con los Salmos” que ellos, los enfermos de Alzheimer, no entienden pero perciben el cariño. Así que dile ahora.
Mi hermana Mónica El velatorio de la tía Alicia